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El último arponero

Nada de ‘ballena a la vista’ o ‘por allí resopla’ como en ‘Moby-Dick’. Lo único que se escuchaba en la cubierta de un ballenero cuando se avistaba un cetáceo era la voz imperiosa del arponero ordenando avanzar a toda máquina en pos de la pieza. “Lo demás es cosa de las películas”, se ríe socarrón Miguel López, el hombre que acabó con la última ballena que se pescó en aguas españolas. Fue un rorcual hembra de 17 metros, arponeado el 21 de octubre de 1985 en aguas de Galicia, donde se concentraban los últimos vestigios de esta industria en la península. La prohibición de la pesca con fines comerciales decretada aquel mismo año por la Comisión Ballenera Internacional puso fin de forma abrupta a una pesquería que había tenido su origen en la Edad Media en la costa cantábrica y que de una u otra forma se había mantenido activa desde entonces.

La pesca de la ballena está asociada en la actualidad a embarcaciones de Japón, Noruega o Rusia. Pero fueron los vascos, hacia el año 1000, los primeros que idearon una estrategia para capturar a la más legendaria de todas las criaturas marinas, el leviatán. Al principio se cazaban cerca de la costa, donde la especie más abundante, la ballena franca, gustaba de recalar en las bahías cuando iba a procrear. Pero su aniquilación hizo que el radio de acción se extendiese primero a Islandia y luego a Canadá (Labrador), donde se han recuperado factorías y embarcaciones de aquella época.

El Tratado de Utrech de 1715, que vetó la presencia de naves españolas en aguas del Norte, limitó la pesquería al litoral peninsular. “Hubo tentativas de instalar ingenios balleneros primero en Brasil y luego Argentina, pero se saldaron sin mucho éxito”, cuenta Álex Aguilar, director del Instituto de Investigación de la Biodiversidad (IRBio) de la Universidad de Barcelona y autor del libro ‘Chimán’, un pormenorizado relato de la pesca de la ballena en España. Chimán es el nombre que las tripulaciones gallegas daban a las piezas de gran tamaño.

En 1901 cae en Orio, en el País Vasco, la última ballena franca capturada con métodos tradicionales. Es el canto del cisne de la pesca tal y como había sido concebida hasta entonces. La introducción del vapor lo cambia todo. Ya no se espera a las ballenas, sino que se va a por ellas. Noruega despunta con una moderna flota que se revela tan eficiente que no tarda en comprometer la población de cetáceos en sus aguas. Alarmado por la disminución de capturas, un armador escandinavo pone rumbo al sur y queda deslumbrado por la abundancia de cetáceos en el Estrecho. “Fue el inicio de la recuperación de la pesca de la ballena en España”, explica Aguilar.

El armador trasladó a Algeciras la factoría que tenía en las islas Hébridas (Escocia) y sentó de esa forma las bases de una próspera industria. “Fundó la Compañía Ballenera Española y, como la densidad de cetáceos era muy alta, en los primeros años se lograron índices de producción altísimos”. El biólogo Aguilar explica que llegó a haber cinco factorías en el Estrecho, pero que la sobrepesca mermó la población. Fue entonces cuando las empresas se aventuraron primero en aguas de Portugal y más tarde en Galicia.

Fichajes como futbolistas

Los buques reclutaron al principio tripulaciones noruegas, aunque con el tiempo las cubiertas se fueron poblando de pescadores autóctonos. La figura clave, la viga maestra de toda la arquitectura ballenera, era el arponero. “Los barcos se disputaban a los mejores porque de su pericia dependía la rentabilidad, eran como los futbolistas y había incluso fichajes para llevarlos de una empresa a otra”, cuenta el autor de ‘Chimán’. Los primeros arponeros también fueron nórdicos, como los barcos en los que llegaron, pero la generosa remuneración del puesto no tardó en hacer surgir especialistas nacionales.

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El arponero Miguel López, el último de los de su estirpe, recuerda a sus 87 años los nombres de los vizcaínos Juan Inchausti y Juan Zubiaur, que fueron dos de sus maestros. “Los vascos aún conservaban un aura de prestigio en el mundo de la ballena a pesar de que la pesca moderna era otro mundo. Inchausti y Zubiaur eran de los mejores y en 1953 entre los dos arponearon unos 300 ejemplares”. Fue en aquella época cuando él se inició en el oficio. Aunque nació en Ares (A Coruña), a orillas del Atlántico, nunca se sintió atraído por el mar. “Quería irme a Argentina, donde había emigrado mi padre, y me fui a Ceuta para ver si el militar que se había casado con mi hermana me podía echar una mano. Allí me ofrecieron embarcarme y no me pude negar. A mí lo de trabajar en un ballenero me sonaba a cuento, pero me metí y allí me quedé porque en el barco había buena comida y eran tiempos muy difíciles”.

Cargó el arpón por primera vez para cubrir una vacante, pero no tardó en afianzarse en el puesto gracias a su sangre fría y su puntería. Del Estrecho, que fue donde se cobró sus primeras piezas, pasó a operar en Galicia hacia 1955. El arma que manejaba era un arpón artillado con un proyectil de dos metros y 80 kilos. Suficiente para matar de una sola descarga a un coloso que desplaza el peso de 50 o 60 elefantes. “Solía observar al animal, estudiar su comportamiento. Si una ballena se sumerge después de haberse asomado cinco veces, sabes que lo va a volver a hacer. Aprovechaba cuando salía la última vez porque era cuando dejaba más cuerpo al descubierto. Si todo salía bien, bastaba un arponazo”.

Los arponeros tenían generosos ingresos porque a las tripulaciones se les gratificaba en función de las capturas y él se llevaba la parte del león. Además de darle al gatillo, algunos tenían también el mando de la nave. López, que estudió para sacarse la titulación cuando vio que aquello iba en serio, era uno de ellos. “Ganábamos muy bien, pero el oficio era muy delicado, había mucha tensión”. Cuando en el ballenero se empezaba a hablar de un chimán, una pieza que reportaba unos ingresos extraordinarios por su gran tamaño, una corriente de electricidad barría la cubierta y todas las miradas se posaban en el arponero.

La mayor parte de las capturas eran rorcuales comunes, animales que llegaban a medir 22 metros en el mejor de los casos. En su ausencia, las presas preferidas eran los cachalotes, bastante más pequeños y que solían nadar en grupo. Cada pieza valía un dineral, sobre todo después de que los japoneses empezaran a comprar la carne de los animales que se despedazaban en las factorías gallegas. Aguilar calcula que hacia 1985 una ballena suponía el equivalente a unos 63.000 euros de ahora, toda una fortuna si se tiene en cuenta que en los años finales de la pesquería se capturaban unos 120 ejemplares al año. “Era una industria sostenible porque la flota que operaba en España, donde al final solo había dos factorías en Galicia, no tenía nada que ver con la que pescaba en la Antártida, donde se llegaron a matar 40.000 ballenas en un solo año”, observa Aguilar.

El biólogo, que dio sus primeros pasos profesionales en las plantas que Ibsa (Industria Ballenera Sociedad Anónima) tenía en Cangas y Cee, recuerda el abatimiento que se adueñó de tripulaciones y trabajadores cuando España tuvo que plegarse a la prohibición de la Comisión Ballenera Internacional. “La pesca sin control había colocado a algunas especies al borde de la extinción y la industria ballenera tenía muy mala imagen”, admite. Al último arponero aún le subleva el recuerdo del acoso que padecieron entonces. Cargas explosivas atribuidas a grupos ecologistas hundieron dos balleneros -el ‘Ibsa I’ y el ‘Ibsa II’- que estaban amarrados en el puerto de Pontevedra. “A mí me desembarcaron los de Greenpeace, no la falta de chimanes”, refunfuña.

fuente elcorreo

http://www.elcorreo.com/bizkaia/sociedad/201405/18/ultimo-arponero-20140517231609.html

 

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