La medusa es un animal que da miedo por anticipado.
Sólo pensar que hay una en el agua, ya no entras.
Se ha extendido la idea de que somos una especie perjudicial para otras especies, lo cual es cierto, pero también podría ser tan cierto, o más, que lo peor de nosotros mismos resida justo en lo contrario: la manera en la que hemos empezado a favorecer a seres muy antiguos, hoy contemporáneos, como sucede con algunas especies de medusas.
Por el bien del turismo, convendría pensar en ello antes de asustarnos.
Para empezar, hay que pensar en el agua. El agua dulce cuando llega al mar produce una suerte de barrera que hace que las medusas se alejen de forma natural de la costa. De hecho, los años muy lluviosos hay menos medusas en la costa porque no atraviesan esa pluma de agua dulce.
Convendría decir que las medusas que vemos en las playas se suelen corresponder con su fase de vida sexual y libre ya que antes, en su fase de pólipo, viven amarrados al fondo, siguiendo las escifomedusas un ciclo de alternancia de generaciones que hay quien define diciendo que los “hijos” no se parecen a los “padres” sino a sus “abuelos”.
Decir que son libres las medusas en su fase sexual es muy relativo porque están siempre a merced del viento y de las corrientes marinas, aunque sí es cierto que se desplazan cuando parecen volar a cámara lenta por el agua, abriendo y cerrando esa suerte de paraguas que es la umbrela.
Hace unos días, observé una medusa por vez primera en Galicia, en una cala que recordaba al Caribe ese día, con el agua de un azul turquesa y un fondo blanco parecido al de las playas que tienen tanto caolín que hay fábricas de porcelana cerca para aprovecharlo. Se veían esos erizos con forma de corazón, también blanquecinos, al fondo, junto a la viga de una batea tapizada de algas. La pared del acantilado, gris, casi negra, cayendo en vertical, con eneldos marinos florecidos en los escalones, daban al agua, por contraste, una mayor claridad. De pronto, divisamos una medusa llamada de compases porque lleva en la umbrela dieciséis compases abiertos pintados en un rojo oscuro, con una suerte de mango de paraguas, el manubrio, casi volando como la cola de una cometa.
Me pregunto si la proliferación de medusas no tendrá que ver con los cambios que en los últimos años se han producido en la costa. Los que tenemos ya unos años hemos visto cómo se han modificado en un abrir y cerrar de ojos esos pueblecitos de pescadores en los que veraneábamos recolectando caracolas de la playa y donde no recordamos ni una medusa, jamás, ni siquiera en las aguas más cálidas del Mediterráneo.
Luego empezaron a levantarse torres con vistas al mar y casitas en primera línea de playa que iban como un papel secante llevándose el agua dulce que hasta entonces penetraba en el mar y servía de barrera natural. A cambio, se vierte cada verano un exceso de materia orgánica generando una eutrofización que es aprovechada por unas cuantas especies marinas como algunos cnidarios, medusas, entre ellas.
Si a ello le sumamos que los grandes depredadores de las medusas, como las tortugas marinas, los atunes y otros peces grandes, a su vez devoradores de las larvas nadadoras de las medusas, son cada vez más escasos, vamos completando un panorama en el que se cuentan cosas que no recordamos de la infancia: medusas en unas playas vacías de caracolas.
No podemos aspirar a dominar la Naturaleza, pero sí a comprenderla.
¿Por qué hay más medusas?
Es una pregunta que convendría hacerse no sólo en verano.
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