¿Alguna vez te has preguntado qué ocurre con todos los vagones de metro que se quedan viejos y ya no pueden cumplir su función?¿Acaban en un cementerio de chatarra, o son desguazados y vendidos por piezas?¿Acaso los abandonan en medio del desierto como a un perro del que su amo se ha cansado?
En el caso de la Autoridad Metropolitana de Transporte de Nueva York (MTA) y el metro de Nueva York, la respuesta es bastante más creativa: sus vagones están en el fondo del Atlántico. Y no porque a algún irresponsable se le hayan olvidado allí o los haya lanzado cuando nadie miraba. Son parte de una iniciativa de reciclaje pensada para crear arrecifes de coral artificiales.
Todo empezó a principios del año 2000. La MTA pensó que si despedazaba sus vagones, dejándolos sólo en la carcasa, y los sumergía en el océano, podía ayudar a dar hogar a cientos de especies animales, y de paso ahorrarse el dinero de extraer el amianto del suelo y las paredes. Para ellos era mucho más barato esto que tratar de venderlos de segunda mano. Y de paso le hacían un favor a las maltratadas costas de Massachussets.
Y es que, aunque de entrada lanzar estos pecios al mar parezca una barbaridad ecológica, lo cierto es que no es así. La prueba es que una vez alojados en su nueva casa oceánica, pronto los vagones empezaron a albergar vida. Primero invertebrados y peces. Luego animales más grandes, tortugas e incluso algún que otro tiburón.
De esta manera, durante una década, hasta 2.500 vagones acabaron repartidos en distintos puntos de la Costa Este contibuyendo a la biodiversidad de la zona. Y durante varios de estos años, el fotógrafoStephen Mallon pudo tener acceso de primera mano y registrar en imágenes las operaciones que transformaban estos mastodontes de hierro en la casa de cientos de especies animales.
Los vagones que se han empezado a fabricar en los últimos años tienen demasiado plástico para poder ser lanzados al mar. Pero a estas alturas ya no importa: para cuando la MTA abandonó estas prácticas en 2010, los convoyes más antiguos ya apenas podían distinguirse bajo los seres vivos que los cubrían. Así lo demuestran las imágenes subacúatica que otros fotógrafos han ido recogiendo a lo largo de los años.
El mar los había acogido en su seno, y ya nunca los devolvería a la superficie.
Puede que su corazón sea de hierro, pero rebosan vida por los cuatro costados