La anécdota es conocida. El tiburón mecánico que Steven Spielberg utilizó en su primer éxito no funcionaba. O funcionaba sólo a medias. La mitad del gran escualo blanco eléctrico hacía cortocircuito al entrar a la frías aguas de la Costa Este y sólo quedaba una gran cabeza móvil con una mandíbula batiente. El resto era una estatua. Retrasado en el rodaje y excedido tres veces en el presupuesto original, Spielberg prefirió no llevarle más problemas a los productores y aplicó aquella tan austera ley del “menos es más”. Si no existía el tiburón en todo su esplendor, sólo se filmaría la aleta dorsal. Si no funcionaban bien las fauces mecánicas, registraría a cambio a una chica que es arrastrada por una fuerza invisible y luego desaparece en las profundidades. La falla se transformó en ventaja y gran parte del poder de la película es la siniestra espera y el suspenso que precede la aparición parcial del monstruo.
El genio de Spielberg, como el de muchos grandes, se manifiesta en su hábil respuesta a la falencia de última hora y a la utilización de los recursos esenciales del cine. En una película donde los efectos especiales parecían ser la columna vertebral, Spielberg aplicó los principios aprendidos tras años de cinefilia viendo películas de David Lean, John Ford y Alfred Hitchcock. Lo diría él mismo: “El problema mecánico del tiburón hizo que la película se pareciera menos a una cinta B de efectos especiales de Ray Harryhausen y más a una de suspenso de Hitchcock”.
Sin embargo, el director de E.T. fue siempre un animal bifronte. Albergaba al cinéfilo irredimible y compartía aquel ADN con el resto de sus compañeros del llamado Nuevo Hollywood (Scorsese, Coppola y De Palma, por citar algunos), pero también tenía un sentido del espectáculo y del apego a las boleterías sólo comparable a los grandes productores de Hollywood de Oro como David O. Selznick (Lo que el viento se llevó).
Hace 40 años, exactamente el 20 de junio de 1975, este realizador autodidacta logró que Tiburón acogiera una mirada personal y al mismo tiempo recuperara el éxito que Hollywood no saboreaba desde los años 50. La cinta fue definida por el periodista e historiador del cine Peter Biskind como “el caballo de Troya del Nuevo Hollywood”: dinamitó el privilegiado cine de autor desde dentro del mismo grupo que lo desarrolló y también inició una nueva era en la industria fílmica. La de los blockbuster. Con 470 millones de dólares recaudados, Tiburón fue récord de taquilla y se transformó en el patrón cinematográfico de negocios hasta hoy, inaugurando la modalidad del estreno simultáneo en todas las grandes ciudades de Estados Unidos, la publicidad previa en los medios masivos y la venta de productos alusivos. Es toda una ironía para una película que en inglés se llama Jaws (es decir, Mandíbulas) y que durante su rodaje era aludida despectivamente por el equipo de filmación como Flaws (o sea, Fallas).
Un mar de interpretaciones
Más allá de sus hallazgos en el campo del merchandising, Tiburón tuvo antecedentes culturales e impactos sociales inéditos para su época. Entre los últimos están datos anecdóticos como la caída del público que se aventuraba a nadar en el verano de 1975. Claro, no siempre era por la razón más obvia. Para su productor Richard D. Zanuck no tenía que ver con el miedo a potenciales escualos gigantes en altamar, sino que con algo más práctico y comercial. “Todos preferían quedarse en la playa leyendo el libro en que se basaba la película antes que nadar”, afirmaba.
En la dimensión medioambiental, el gran tiburón blanco se transformó para siempre en la gran amenaza de los mares, aunque las frías aguas del Atlántico norte de la película no eran las más visitadas por esta especie de temperaturas tibias. Tras el estreno de la película, el llamado “gran blanco” pasó al mismo tiempo a ser un popular dibujo animado (Mandibulín, de Hanna-Barbera, creado un año después) y un trofeo habitual entre los pescadores submarinos. Algo así como una prueba de intrepidez masculina, similar al obtuso orgullo defendido por los cazadores de elefantes o los toreadores y su oreja y rabo.
La realidad de la especie está lejos del pánico: de acuerdo al Museo de Historia Natural de Florida hay más posibilidad de que un habitante costero sea alcanzado por un rayo a que termine en el vientre de un tiburón. Según el mismo estudio sólo tres personas murieron en el 2014 por ataques de tiburón: fallecieron más por mordeduras de perros, pateaduras de vacas y hasta caídas de máquinas expendedoras de bebidas. Aún así, el impacto de la película generó una positiva curiosidad y en los últimos 40 años el gran escualo ha despertado más investigaciones que en todas las décadas anteriores.
En términos culturales, el filme de Spielberg (y, por extensión, la novela de 1974 de Peter Benchley en que se basa) es el eslabón más reciente de aquel conflicto que enfrenta a hombre y naturaleza y que en la literatura americana tuvo su más grande expresión en Moby Dick (1851), de Herman Melville, novela fundacional de la narrativa estadounidense. La referencia a la obra de Melville incluso era explícita en el guión original de la cinta, que incluía una escena donde el capitán Quint (Robert Shaw en la película) asiste a una función de Moby Dick con Gregory Peck y ríe a destajo en su asiento al punto de que ahuyenta al resto del público de la sala.
En la trama del clásico de Spielberg la historia es comandada por el policía Martin Brody (Roy Scheider), el biólogo marino Matt Hooper (Richard Dreyfuss) y el mencionad cazatiburones Quint (Robert Shaw). Los tres van en busca del monstruo que está devastando las costas y al mismo tiempo Brody se debe enfrentar al alcalde del pueblo, una autoridad venal que quiere sepultar la alarma para no perder veraneantes ni dinero. Para muchos, este último conflicto se convirtió en el símbolo de una América corrupta en tiempos de Watergate.
Pero más allá de las interpretaciones y los legados, Tiburón sigue siendo a sus 40 años la magnífica expresión de un joven cineasta en absoluto dominio de los viejos y clásicos recursos del cine. El más evidente es su manejo del sonido y la música: la banda sonora de John Williams es casi otro personaje de la historia. Es una suerte de voz del escualo, cuyas dos notas se repiten sin parar y en crescendo cada vez que hace su aparición en el mar. Otra vez, sin quererlo, Spielberg se pareció a Hitchcock, ejemplo definitivo en su capacidad de usar los recursos y la técnica al servicio de cada segundo en la narración. En Tiburón, la música entra cada vez que es necesario y a todo el mundo se le eriza la piel. Sin embargo, en el minuto 88, no hay banda sonora. No es necesario: el tiburón blanco hace su única gran aparición fuera del agua. Se ve en todo su esplendor y se mueve desde la mandíbula hasta su aleta caudal. Ese día el animal mecánico hizo su trabajo.
fuente latercera